¿Cómo será lo que sigue?
Colombia despierta presa de un extraño malestar. La sospecha de un orden en el que todos terminemos siendo indeseables. Si protestamos, seremos declarados rebeldes; si nos irritamos, nos llamarán enseguida el cartel de los vándalos. Si queremos tener un país, seremos la encarnación del atraso y de lo premoderno. Si queremos una cultura propia, seremos declarados extraterrestres.
Colombia se ha vuelto imprevisible. Ahora todos vivimos el asombro de lo que ocurre y la incertidumbre de lo que viene.
La dirigencia colombiana, que creía conocer el país y tener la fórmula para seguirlo dominando, parece desconcertada, da palos de ciego en sus respuestas y en sus decisiones.
El más desconcertado parece ser el presidente. Pero es que para él es más difícil que para los demás: no porque le estén estallando en las manos todos los problemas, sino porque él tiene un libreto que debe obedecer, y Colombia parece cada vez más insatisfecha con ese libreto.
Se diría que es injusto que un gobierno padezca la herencia de todas las crisis acumuladas. Pero este presidente ha sido parte de todos los gobiernos anteriores: ¿cómo no va a ser justo que le toquen las consecuencias?
El libreto es la política neoliberal. Un modelo diseñado por los grandes poderes mundiales para serle recetado al planeta entero. Y es de una simpleza que causaría risa si no fuera la causa del sufrimiento y la desgracia de millones de personas.
Consiste en que en este mundo sólo tienen derecho a existir un modelo de economía y un modelo de orden social, el que han alcanzado las naciones de gran poderío industrial, militar y tecnológico. Todos los países deben ingresar en ese esquema al que hace tiempo ya se llama el desarrollo, el progreso, la sociedad de consumo.
Abarca todo: la gastronomía, la salud, el entretenimiento, la cultura. Y está diseñado sólo para el auge del capital financiero y la satisfacción de unas élites mundiales. Estos países periféricos sólo pueden ser consumidores de la industria multinacional, productores de materias primas para su poderío comercial y tecnológico.
Y así se abren camino esos contratos leoninos que se llaman tratados de libre comercio, mediante los cuales pequeñas economías mal planificadas, sistemáticamente debilitadas por gobiernos venales o faltos de carácter, tienen que abandonar toda agricultura, toda industria local, todo rasgo cultural y toda relación original con sus territorios. Entrar en el carnaval del consumo de remanentes del gran sistema mundial, y sólo producir lo que ese sistema necesita, lo que esos mercados estén dispuestos a comprarles.
La publicidad y la manipulación mediática descalifican las tradiciones locales, y pregonan la moda, los hábitos, las adicciones y los espectáculos del poder planetario. Una red tentacular de juguetes fascinantes, de espectáculos deslumbrantes, de entusiasmos evanescentes reemplaza en todo el mundo valores y costumbres. La modernidad consiste ya en una avalancha de sutiles órdenes de la publicidad y del comercio. Todos los países deben ser tributarios de unas sociedades centrales; dóciles imitadores de sus modelos.
Colombia ha vivido el progresivo desmonte de su agricultura y de su industria. Los tratados no toleran siquiera pequeñas salvedades culturales: el todopoderoso socio dice al final: “Lo toma o lo deja”, y los vendidos gobiernos deben firmar los tratados que redactó el más fuerte.
Allí se decide si los campesinos pueden o no utilizar las semillas que nos legó una tradición milenaria; si tenemos derecho a producir nuestros alimentos o si tenemos que resignarnos a un menú diseñado por las tiranías de la geopolítica. No importa si estamos acostumbrados a producir arroz o flores, cumbias o mitologías: el mercado mundial decidirá qué vive y qué muere en las sociedades.
La economía se limita a los precios, no a los equilibrios sociales, no a la satisfacción de las comunidades, al trabajo, al conocimiento, o a los valores sagrados de la memoria y del territorio. Todo lo que no sea ciego lucro será llamado atraso y superstición.
Y no importa que ese modelo sea precisamente el que está destruyendo al planeta. Arrasa los bosques, degrada los ríos, envenena los mares. Argumenta que viene a salvar a la humanidad del atraso, la pobreza y la desdicha. Pero produce hastío para sus propios ciudadanos, violencia e infelicidad para los ajenos, degradación del mundo, y basura, mucha basura.
Antes nos preguntábamos si un modelo era viable para la humanidad; ahora nos preguntamos si la humanidad es viable para el modelo. Y parece que no, que no es viable. Aquí, por ejemplo, los campesinos no caben en la economía.
Colombia despierta presa de un extraño malestar. La sospecha de un orden en el que todos terminemos siendo indeseables. Si protestamos, seremos declarados rebeldes; si nos irritamos, nos llamarán enseguida el cartel de los vándalos. Si queremos tener un país, seremos la encarnación del atraso y de lo premoderno. Si queremos una cultura propia, seremos declarados extraterrestres.
Como antes Gaviria y Pastrana y Uribe, Santos es el encargado de velar por que la orden se cumpla. Y está desencajado porque el país le está diciendo que no. Al comienzo eran los campesinos de una región: los declaró infiltrados. Después los de varias regiones: los declaró inexistentes. Bloquearon las vías: los declaró rebeldes y envió la represión. Entonces la ciudad se solidarizó con el campo: monumentales manifestaciones de estudiantes y ciudadanos sorprendieron a Colombia.
El país no obedece al libreto: opina, reacciona, los jóvenes reclaman la memoria que les han negado, la gente comprende que los gobiernos están desmantelando el país que tuvimos y no han sido capaces de construir algo a cambio.
La realidad se ha vuelto enigmática: no puede ser leída, tiene que ser descifrada. Y no sabemos si el Gobierno está descifrando lo que pasa. Y no sabemos cómo será lo que sigue.
William Ospina