La Pauperización: Los pobres se quedaron sin Boleta

Recuento de la historia del Capital por Antonio Caballero que se resume con una frase, «Los pobres se quedaron sin boletas». Pero no es una sorpresa, porque en este mundo, al privilegio de vivir y consumir entran, gratis, los ricos. Los demás, les hacen el trabajo, los alimentan y quedan fuera.

 

La pauperización

En los años noventa, con el hundimiento de la urss, desapareció el miedo que moderaba la codicia capitalista.


Foto: León Darío Peláez – Semana
Me cuentan que en el Hay Festival de Cartagena, donde se dan docenas de conferencias y presentaciones y conversatorios (en uno de los cuales participé yo mismo hace unos días), los ricos no pagan boletas de entrada, sino que las lagartean hasta obtenerlas gratis. De modo que solo pagan los pobres, que carecen de palancas para lagartear con éxito.

No veo de qué se extrañan. Eso es lo que sucede en el mundo entero y con respecto a todo: piensen, por ejemplo, en los impuestos. En el Foro Económico de Davos, una exclusiva estación de esquí de los Alpes suizos, se acaban de reunir cuarenta jefes de Estado, ochenta multimillonarios y mil quinientos banqueros y grandes empresarios, con todo pagado –hotel, desayuno, minibar–, para comunicarse los unos a los otros algo que ya sabían: que cada día que pasa los pobres son más pobres y los ricos más ricos, y que jamás en la historia del capitalismo la disparidad de ingresos entre unos y otros y la concentración de la riqueza habían sido tan grandes como hoy. Porque, tras unos cuantos decenios de pausa, hace treinta años la brecha volvió a empezar a ampliarse, y eso se aceleró hace seis con la crisis financiera. De la cual hubo que rescatar a los banqueros que la causaron (y que estaban todos invitados a Davos) socializando sus pérdidas. Los reunidos allí se mostraron preocupados por el asunto: entre los ‘peligros mundiales’ (global risks) que pueden presentarse en este año 2014 que empieza señalaron de primero esa ampliación de la brecha por sus posibles consecuencias de agitación social y política.

Y es que, en efecto, la agitación ya empezó. Los indignados protestan en Grecia y en España y en los Estados Unidos, en Ucrania y en Tailandia, en Egipto y en el Brasil. Y hasta en Colombia, donde, como dice Angelino Garzón con sabiduría de Perogrullo, se cansaron de aguantar. El mismo Barack Obama, presidente de los Estados Unidos, habla de la “peligrosa y creciente” desigualdad. La cual no es otra cosa que la pauperización que hace siglo y medio anunciaba Carlos Marx.

Cierto en los tiempos de Marx y del Oliver Twist de Carlos Dickens, el fenómeno pareció esfumarse a partir de las blandas medidas ‘socialistas’ –la seguridad social de Bismarck, por ejemplo– tomadas por los gobiernos de los países capitalistas para contener socialismos más radicales. El triunfo inesperado de una revolución comunista en la atrasada Rusia de 1917, al socaire de la Primera Guerra Mundial, avivó aún más el miedo de las clases poseyentes, y permitió el ascenso paralelo de los fascismos y de los socialismos democráticos –laborismo, frente popular, New Deal–. Eso llevaría a la Segunda Guerra Mundial, de cuyas ruinas saldrían la Unión Soviética convertida en una superpotencia y los partidos comunistas europeos considerablemente fortalecidos. Y por el doble miedo así despertado, miedo a la invasión soviética externa y a la sublevación popular interna, se crearon en la Europa Occidental los llamados Estados del Bienestar, con lo cual el vaticinio de Marx se invirtió: el capitalismo no solo no pauperizó al proletariado, sino que lo enriqueció, y favoreció el crecimiento de las clases medias.

Pero en los años noventa del siglo pasado, con el hundimiento de la URSS, desapareció el miedo que moderaba la codicia capitalista. Y empezó a instalarse, como política económica deliberada de los Estados y de las grandes agencias financieras multinacionales –el Fondo Monetario, el Banco Mundial–, el antikeynesianismo, llamado neoliberalismo. El desmantelamiento de los controles estatales, la privatización a ultranza de bienes y servicios, empezando por la educación y la salud, el favorecimiento del capital frente al trabajo con la reducción de impuestos para las empresas y su aumento para las personas, la reducción en el gasto social. Y lo que en la última década del siglo XX se llamó el ‘consenso de Washington’ –es decir el consenso del BM con el FMI– para imponer directivas de desarrollo económico a los países de América Latina primero y del Tercer Mundo en general más tarde–, pasó a imponerse también en el bloque central de los países capitalistas desarrollados. Se olvidó la utilidad, cínica pero práctica, de la justicia social. Y se empezó, como señala la ONG Oxfam en el documento que alarmó a los ricos reunidos en Davos, a “gobernar para las elites”.

Con la consiguiente –y peligrosa– insatisfacción de todos los excluidos: los que, como en el Hay Festival, se quedaron sin boleta.

 

Por Antonio Caballero
OPINIÓN.  Revista Semana

 

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