Historia con cadáveres

Hace mucho dejaron de ser la canción de Piero, porque ya no tienen la gracia del chicle ni de las bermudas ni de las instantáneas, y ahora andan sin luz, grises, forrados en jeans, con sus enteros labios tensos de comisuras hacia abajo… Texto de Fernando Garavito publicado en febrero de 2003.

 
 
El Señor de las Moscas.
 
Están ahí, inmensamente gordos, tristes, silenciosos. Aunque en el fondo algunos conservan una cierta insularidad de individuos al borde, los más pertenecen a una forma común, de manera que llegan a ser extrañamente artificiales: risas artificiales, bíceps artificiales, rubios artificiales, palabras esencialmente artificiales.
 
 
Se podría pensar que no están hechos, que están fabricados en serie… con imperfectos. Porque hay una enorme cantidad de imperfectos, ínfimas estaturas, traseros monumentales, ojos ausentes, pies torcidos, papadas múltiples que descienden sobre pechos hundidos, pieles deterioradas, barbas femeninas.
 
Van, por lo general, detrás del carrito del supermercado, se detienen enamoradamente frente a las latas de fríjoles y de conservas, leen con atención las etiquetas, calculan las calorías, las suman a sus volúmenes, a sus vasos de agua. Son feos, basculan, sudan, compran cosas innecesarias, permanecen en éxtasis frente al televisor, hacen centenares de inútiles millas diarias por las carreteras, compran, compran una vez más, compran de nuevo, ya no leen la Biblia, son inseguros, creen a pie juntillas que Dios hizo el mundo en seis de nuestros días y que Eva salió de una costilla.
 
Miran de reojo.
 
Hace mucho dejaron de ser la canción de Piero, porque ya no tienen la gracia del chicle ni de las bermudas ni de las instantáneas, y ahora andan sin luz, grises, forrados en jeans, con sus enteros labios tensos de comisuras hacia abajo.
 
Colectivamente creen el cuento que les vende la publicidad, de manera que se ven en figura de las saludables, atléticas muchachas de sonrisas perfectas, en figura de los elegantes hombres de negocios que viven la dura realidad de otra manera, en figura de las sólidas familias de marido perfecto, madre amorosa, hijos adorables, perro juguetón, abuelos comprensivos, pero no alcanzan a darse cuenta de que eso es apenas el sórdido y equívoco Dorian Gray, y que ellos son su destruido retrato, lleno de pústulas y de laceraciones.
 
Antes de seguir adelante sería necesario anotar que los ingenuos habitantes del resto del mundo, encuentran en ese espejismo la síntesis de la dualidad que se da entre la imagen perfecta y la dura realidad de cada día. Y que desde acá es terrible pensar en la pobreza del ideal que proponen algunos de nuestros políticos, un ideal con pies de barro, porque esta sociedad no llena ninguna expectativa, no piensa, no razona y, aunque ahíta, no está satisfecha. Si la política neoliberal conduce a esto, es necesario cortarla de raíz, extirparla como se extirpa un cáncer.
 
Porque lo cierto es que las oscuras, acorraladas sombras que se ocultan en este «paraíso» tienen miedo, miedo a vivir, miedo a decir, miedo a dejar de ser y a comportarse, y se limitan a masticar su frustración y sus desolaciones para hacerlas un bolo que no pueden pasar, que las ahoga, que las atraganta.
 
Pues bien. Nosotros somos los últimos seres vivos que nos creemos el cuento de las atléticas, sólidas, sonreídas muchachas norteamericanas, de los flexibles hombres de negocios con el mundo a sus pies, de las familias felices con perros juguetones. La verdad es otra.
 
En esta inmensa Comala muerta, los cadáveres han comenzado a perder lo que fue su figura corporal para adquirir otra de organismos compuestos. Los más terminan en cuatro ruedas y tienen timón y ventanillas; otros, también los más, se alargan en una cadena que concluye en perrito; algunos forman un todo único con una silla y al frente una caja de imágenes; varios vienen con un teclado que los lleva a una pantalla que les cuenta del mundo, aunque para ellos el mundo esté hecho de lo que los rodea, de su calle y de su vecindario. Para estos cadáveres más allá es la nada. El mundo es la tierra que pisan, nada saben del otro y no les interesa, piensan que los demás son «el enemigo», creen con fe de carbonero que la televisión les dice la verdad y que de un momento a otro pueden ser atacados, compran máscaras y plásticos y hacen refugios y viven el terror de la muerte, el 11 de septiembre es «lo que puede pasar ahora mismo», oyen consignas y las repiten y cuelgan banderas que flamean al viento y pegan en todas partes calcomanías que dicen «Dios salve a América», sin que les importe ni poco ni mucho lo despiadado de un país que los acorrala, que los vence, que los atenaza, que los domina, que los desprotege, que los abandona, que los manipula, que les miente, y ahora que los aterroriza, un país que los lleva del cabestro por donde quiere, que los empuja hacia donde quiere, que los equivoca, que los explota, que se ríe de ellos.
 
Uno los ve, afanados, corren de un lado a otro, protegen sus ventanas, cierran sus puertas, piensan que Osama o que Hussein van a venir por la noche a destruirlos, que los conocen personalmente, que los van a tomar de rehenes.
 
Pobres gordos -gordísimos- ingenuos seres manipulables, tan desprotegidos como los habitantes de los Andes, tan silenciosos como los bogas del Magdalena, tan callados como los vaqueros de la pampa, tan ásperos como los marineros del Caribe, tan huidizos como los cocaleros de Bolivia, tan necesitados como las jineteras de La Habana, tan ingenuos como los ladronzuelos de Jalisco.
 
A todos ellos, a todos estos pobres gordos ingenuos seres manipulables les han vendido la guerra como una hamburguesa, a todos los han convencido de sus bondades, de su necesidad, ninguno sabe quién es el enemigo, todos piensan que el héroe es ese pobre individuo fronterizo que grita en Washington, y aunque sienten que el mundo se hace cada vez más estrecho, no dicen nada, no levantan la voz, no miran, no oyen, no preguntan, mastican en silencio.
 
Y, sin embargo, poco a poco comienzan a entender la sinrazón de la guerra. Y surgen manifestaciones multitudinarias y denuncias contra los empresarios que hacen su política a través de peleles. Y aquí, y exactamente ahí, regresa la esperanza.
 

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