El último rebelde descalzo
El asunto es el capricho colonial que no regresa a la tierra, sino que gira sobre sí mismo para legitimarse. Para buscarse sentido en el vacío de ese girar sin rumbo, de esa esencia del “occidente” codicioso. Que es intentar sin éxito tener sentido, cuando todo lo que hay es adquirir, poseer, aparentar saber y entre-tenerse. Para eso usan los pies descalzos de los y las ancianas, como todo lo ancestral, para, en algún momento, tal vez, generarles una moda que les posibilite, por un instante, creer que creen y obligarnos a creerle. Desde Pueblos en Camino, les compartimos un excelente texto de Alberto Velasco, que nos desafía a reconocer contradicciones y acciones en nuestro caminar. Esta vez desde El Valle de Sibundoy, en un territorio llamado Colombia, con fotografías de Eliana Muchachasoy.
El último rebelde descalzo
En el Valle de Sibundoy, en el corazón del Putumayo, hoy Amazonía colombiana, habitan desde tiempos inmemoriales los pueblos originarios Kamentsá e Inga. Son hijos e hijas de la tierra, guardianes del uaman luar tabanok, un territorio que durante siglos sintieron vibrar bajo sus pies desnudos.
La piel curtida de sus plantas conocía cada textura: la suavidad del barro después de la lluvia, el filo de la piedra, el calor áspero de la roca al sol, la frescura del musgo en los bosques y la dureza del tronco caído en la vereda, al caminar bajo sus pies las hojas secas susurraban en lengua indígena el secreto de las plantas.

Pero con la colonización llegaron otras formas de habitar y de pisar el mundo. Se impusieron caminos rectos, calles empedradas, luego asfaltadas, luego cubiertas de hierro y vidrio. Bajo los pies, la tierra dejó de respirar, quedó encerrada bajo capas de materiales foráneos. Y con esa transformación del territorio vino también otra: la del cuerpo. Los zapatos —primero como rareza, luego como obligación— se apoderaron de la comunidad.
Hoy, en Sibundoy, quedan apenas unos pocos ancianos cuyos pies jamás conocieron el encierro del calzado. Sus plantas anchas, sus talones que nos enseñan los caminos recorridos, sus dedos fuertes, torcidos, como una mano que se aferra a la tierra, son testigos de una forma antigua de relación con la tierra, de una sensorialidad que se extingue.

El resto de la comunidad, como tantas otras en la Amazonía, hace tiempo se calzó. Adoptaron botas de caucho para los lodazales, zapatos deportivos para la ciudad, sandalias plásticas para la casa. Caminar descalzo se convirtió en símbolo de pobreza, de atraso, de algo que debía superarse.
Pero ahora, desde Europa, llega un nuevo mandato: la moda del “barefoot” —andar descalzo como signo de conexión con la naturaleza, como gesto vanguardista y “liberador”. Otra colonización, sutil y en apariencia inofensiva, que da la vuelta al mundo y llega hasta Sibundoy. Desde allá les dicen que caminar sin zapatos es lo más avanzado, mientras en la comunidad fue durante generaciones lo más despreciado.

¿Qué hacer entonces? ¿Volver al suelo con los pies desnudos? ¿Escuchar a ancianos/ancianas, los últimos rebeldes descalzos, que resistieron al caucho y al asfalto? Ellos lo advirtieron a su manera: “El calzado apaga el diálogo con la tierra”. Hoy, sus palabras adquieren un eco inesperado, un reconocimiento tardío. En medio de esta encrucijada, los pueblos indígenas ven cómo la modernidad se retuerce sobre sí misma y regresa con las manos vacías a recoger lo que ellos nunca quisieron soltar.
En Sibundoy, mientras los mayores y mayoras mueren, se apaga la memoria del pie libre y el suelo vivo. Tal vez no haya tiempo de descalzarse de nuevo. Tal vez no haya ya tierra que sentir.
¿Qué hacer?, ¿ponerse solo un zapato?
Autor: Alberto Velasco
Fotografías: Eliana Muchachasoy.
Julio 19 de 2025.