Si todos fuéramos Toribío
Tal vez por primera vez los colombianos estamos escuchando con respeto a los indígenas del norte del Cauca: se lo han ganado por su actitud vertical al rechazar por igual a todos los actores armados. Un ejemplo de dignidad.
En los barrios periféricos, donde los derechos, los bienes y los servicios estatales realmente escasean, paradójicamente son las bandas armadas ilegales quienes brindan la seguridad.
Una seguridad equivocada
Si todos fuéramos Toribío y tuviésemos el valor civil y el coraje de los indígenas del norte del Cauca, la paz estaría más cercana — como una llave que debemos forjar entre todos en el yunque de la civilidad — y la guerra quedaría confinada retumbando en exclusivos clubes capitalinos, como un eco de dementes. Pero no.
Resulta que somos citadinos que nos refugiamos en unidades residenciales y edificios custodiados por compañías de seguridad privada: nuestro mayor desvelo y obsesión parecería ser el evitar a cualquier precio resultar víctimas de la inseguridad. Incluso a muchos los tiene sin cuidado convertirse en cómplices de victimarios, con tal de vivir seguros.
Por eso somos incapaces de imaginar una seguridad sin armas, sin cámaras de vigilancia en cada esquina y sin una nutrida presencia policial en las calles.
Por la misma razón, bastantes citadinos confunden el Estado de derecho con la fuerza que protege exclusivamente sus derechos. Su ciudadanía se agota en el ejercicio de sus ganancias, el aumento de sus valores bursátiles y la defensa de sus privilegios.
Una mayoría considerable imagina a la Fuerza Pública como una red más amplia de seguridad privada que se extiende por el territorio nacional al servicio del turismo, la recreación y los negocios: “Vive Colombia, viaja por ella”.
En fin, en nuestras ciudades predomina una seguridad individual paranoica que se nutre del miedo y de la desconfianza, sustentada en el poder del dinero que proporciona escoltas, compañías de vigilancia privada y hasta generosas recompensas oficiales.
Por ello, en los barrios periféricos y marginales donde los derechos, los bienes y los servicios estatales realmente escasean, paradójicamente son las bandas armadas ilegales quienes brindan la seguridad o desatan el terror, según sus conveniencias personales y afinidades ideológicas.
El Estado compra lealtades fugaces de redes de informantes y pretende que con solo añadir el adjetivo “democrática” va a dotar de legitimidad y derecho a dicha política. Pero con toda su parafernalia de “cooperantes” y una mayor presencia de la Fuerza Pública, la política de seguridad no ha funcionado realmente ni en el departamento de Cauca ni en muchas otras ciudades y regiones del campo colombiano: es decir, donde más falta hace.
Incluso su prestigio mediático no ha logrado ocultar la tenebrosa sombra de los “falsos positivos”, pues ya han sido condenados 14 miembros del Ejército por el asesinato de jóvenes de Soacha, víctimas de una red de seguridad nada democrática y peligrosamente criminal por sus resultados prácticos Todos los anteriores y dolorosos acontecimientos demuestran que es una falacia equiparar “seguridad democrática” y paz.
Una paz telúrica y ciudadana
Así lo están demostrando, con sus palabras y acciones, los indígenas organizados en el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) y en la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN), con la vocería de Feliciano Valencia y el respaldo monolítico de la Guardia Indígena, exigiendo a todas las organizaciones armadas por igual — desde la Fuerza Pública hasta las FARC — que los dejen sembrar la paz telúrica en su territorio y cosecharla en su vida comunitaria.
Aquella paz que sólo germina a partir de acuerdos que honran la palabra y de la Minga que dignifica la vida de todos, protegida por el poder civil de su invencible Guardia Indígena. No quieren la paz de las fosas y de los campos minados, de los bombardeos oficiales y de las celadas guerrilleras, de los falsos discursos gubernamentales y de las quimeras revolucionarias, que cada día cobran más víctimas indígenas y campesinas.
La política de seguridad no ha funcionado realmente ni en el departamento de Caucani en muchas otras ciudades y regiones del campo colombiano: es decir, donde más falta hace. Foto: Cric.
Repudian la paz de los vencedores, que sólo aumenta el odio de los vencidos y su infinita e inagotable memoria vengativa. Esa paz que se proclama todos los días, desde hace más de medio siglo, en los partes de victoria oficial contra los “bandoleros” de ayer y los “terroristas” de hoy. Y que a su vez los “terroristas” desmienten con sus “heroicas” acciones contra la Fuerza Pública, donde casi siempre la mayoría de las víctimas terminan siendo civiles.
Los indígenas repudian y rechazan esa criminal paz por la que deliran todos los “señores de la guerra”, desde los uniformados hasta los pusilánimes “ciudadanos de bien”, siempre dispuestos a elegir a quien imparta órdenes para que otros maten y mueran en nombre de la “patria” y la “democracia”.
Seguramente por ello los pueblos indígenas no cuentan con ejércitos, sino con guardia indígena, no disponen de armas sino de bastones, no tienen proyectiles sino palabras. Y con ellos forman un vasto tejido humano que presta seguridad a la comunidad y a la “Madre Tierra”, porque están comprometidos con una paz telúrica, en armonía cósmica con la vida: saben bien “que sólo el equilibrio deshace la fuerza”.
No les interesa tanto dominar, controlar, expoliar o explotar el territorio, sino conservarlo y legarlo a las generaciones venideras en beneficio de todos. Por eso están empeñados en que abandonen el territorio de sus resguardos y municipios aquellos que a punta de armas y violencia o leyes y tratados comerciales pretenden aniquilar el orden de la vida para proteger las inversiones de su orden.
Textos que inspiran respeto
En tal empeño no temen confrontar a los mercaderes, tanto los legales como los ilegales. A los narcotraficantes los han emplazado desde tiempo atrás, como dejaron constancia en la Declaración Final de la Segunda Minga proclamada en Tacueyó en febrero de 2009 en su sexto punto:
“Los cultivos de coca se han convertido también en un pretexto de intervención de los actores armados legales e ilegales. Se han convertido en una estrategia de ampliación territorial y de suplantación de la autoridad indígena por parte de las FARC, que aprovechándose de la situación económica de algunas familias que tienen cultivos, pretende imponerles impuestos, aplicarles supuestas normas y cooptarlos. También los cultivos se utilizan como pretexto para la intervención del Estado, que ha incumplido totalmente los compromisos de erradicación voluntaria, desconoce nuestras propuestas de sustitución de cultivos, y en cambio privilegia la guerra química, los mecanismos militares y el involucramiento de las comunidades en la estrategia de guerra”.
Con mayor contundencia y radicalidad han desafiado a las FARC:
Los pueblos indígenas no cuentan con ejércitos, sino con guardia indígena, no disponen de armas sino de bastones, no tienen proyectiles sino palabras.
“Con el pretexto de su guerra contra el Estado, la insurgencia ataca a las comunidades y busca suplantar nuestra autoridad. Mientras nosotros construimos un gobierno municipal popular que le rinde cuentas a los cabildos y a la asamblea de comuneros, la guerrilla se toma los municipios, destruye nuestras casas y da pretexto para que la fuerza pública invada las comunidades; nosotros, con la autoridad de nuestros bastones, desmontamos las trincheras de la policía del centro de Caldono, Toribío y Jambaló para que su presencia no afecte a la población civil, mientras la guerrilla deja minas antipersona y no tiene ninguna consideración por la gente que no hace parte de la guerra; mientras nosotros sin ningún temor le hacemos juicio político a los militares que han asesinado a comuneros indígenas, ellos secuestran a miembros de nuestras comunidades para ajusticiarlos por supuestos delitos, como si no hubiéramos dado prueba de tener mejor capacidad de aplicar justicia comunitaria que ninguna otra institución.
Es como si estuvieran en contra del poder popular y del gobierno directo de los comuneros indígenas; pareciera que están por la toma del poder que los sectores populares y los indígenas hemos construido con mucho esfuerzo, y hubieran renunciado a tomarse el poder que tienen los ricos”.
Por todo lo anterior, concluyen en la Declaración de Jambaló:
“Apoyamos todo esfuerzo hacia un proceso de paz que se dé en el territorio nacional, siempre y cuando sea una paz dialogada, concertada con la población civil y con soluciones prácticas a los problemas a corto, mediano y largo plazo. No aceptamos la intervención de ningún actor armado o externo en nuestra vida, en nuestro ejercicio de gobierno propio y libre determinación, o la aplicación de justicia; exigimos a unos y otros, que respeten el Derecho Internacional Humanitario y los Derechos Humanos, a que no nos involucren en actividades militares, a que no nos ataquen a mansalva”.
Si todos tuviéramos la coherencia que han demostrado los indígenas al no separar la palabra de la acción, entonces nuestro poder civil haría posible la paz, porque los violentos no tendrían otra opción que deponer sus armas y aceptar los argumentos de la vida, la justicia y la dignidad que hoy encarnan los pobladores de Toribio y el norte del Cauca.
Por eso deberíamos empezar a reconocer que Toribio somos todos y construir juntos, en una Minga nacional, una paz telúrica y ciudadana, sin vencedores ni vencidos, donde la reconciliación sea posible en torno a la memoria, la verdad y la dignidad de todas las víctimas junto al cuidado y el respeto de nuestra “Madre Tierra”.
Para mayor comprensión de la actual coyuntura, consultar la declaración del CRIC: «Terminar la guerra, defender la autonomía, reconstruir los bienes civiles y construir la paz».
* Politólogo de la Universidad Javeriana de Bogotá. Profesor Asociado en la Javeriana de Cali. Socio de la Fundación Foro por Colombia, Capítulo Valle del Cauca y publica en el blog:
calicantopinion.blogspot.com.