Disneyficación, o por qué el turismo está convirtiendo nuestras ciudades en parques temáticos
En diversas geografías a nivel mundial la “Disneyficación” se ha convertido en una falsa opción de desarrollo económico a través de la generación de empleos. En el caso de México, gobiernos y grupos económicos empresariales han diseñado sus “Planes de Desarrollo” alrededor de conceptos como “Pueblos mágicos”, “Corredores industriales sustentables”, o “clúster temáticos”. Incluso, las Universidades publicas, priorizan este concepto y están encaminando gran parte de su presupuesto a ello. Pero ¿Qué es la Disneyficación? Presentamos a continuación una nota de Pedro Toriijos con el propósito de pensar el despojo de nuestros territorios a través de este concepto particular. La Disneyficación mata los pueblos! Decimos NO! Rotundo a ello.
Pueblos en Camino
El pasado 1 de diciembre, Airbnb, la empresa de intercambio puntual de viviendas privadas, firmó un acuerdo con el ayuntamiento de Ámsterdam por el que limitaba a los usuarios de su aplicación residentes en la capital holandesa, de tal manera que solo podrían alquilar sus propiedades un máximo de 60 días por año. ¿A qué se debe esta restricción? Pues no se debe a la regularización de la compañía para que no se convierta en una oficina de alquiler convencional sino a una reclamación más directa: los ciudadanos de Ámsterdam están hartos de que su ciudad se haya convertido en un parque temático para turistas, haciéndola inhabitable para los residentes.
No se trata solo del ruido o el hecho de que nos comportemos de manera distinta cuando estamos en una ciudad que no es la nuestra, ni siquiera la supuesta incomodidad que supone a los autóctonos la perpetua rotación de vecinos nuevos cada semana. Estos son mecanismos psicológicos que, de algún modo u otro, podemos asumir, plastificar y, finalmente, hasta acostumbrarnos a ellos. El verdadero problema es que los propios consistorios acaban dando la espalda a sus ciudadanos, es decir, a sus contribuyentes, en favor de una máscara cuidadosamente manufacturada para el turismo.
A este fenómeno se le conoce como disneyficación, término acuñado por el profesor universitario Peter K. Fallon en 1991 para describir el proceso según el cual, un lugar real es desprovisto de su carácter original para ser sustituido por una versión higienizada y desinfectada del mismo. Es decir, en un decorado.
El nombre viene, evidentemente, de los parques temáticos de la Walt Disney Company; lugares conscientemente ficticios absolutamente enfocados al consumo del visitante esporádico, tanto de las montañas rusas y los paseos por castillos de cartón piedra, como de los hoteles, restaurantes y las propias calles, que también se convierten en atracciones y también están construidas en cartón piedra. En este sentido, y tal y como afirmaba el filósofo francés Jean Baudrillard, Disenyland es, curiosamente, la ciudad más real del mundo, porque es solo lo que se ve.
Es solo una simulación y no engaña a nadie. Cuando entras en un parque temático, sabes que vas a estar muy poco tiempo y sabes que, en ese tiempo y en ese espacio, todo va a estar limpio y todo va a ser alegre y divertido y sin complicaciones ni malas experiencias. Pagas por ello. Pagamos para ello.
Las ciudades, decorados gigantes
Foto: Reuters
El problema surge cuando se transforma una ciudad real, con siglos e incluso milenios de historia, en ese mismo decorado. Porque las ciudades reales tienen necesidades que van más allá de su consumo como artefacto económico para el turista ocasional. Seguramente el primer ejemplo de ciudad disneyficada sería Las Vegas, una urbe absolutamente dicotómica cuyas fachadas a la calle brillan como verdaderos anuncios publicitarios, luminosos y parpadeantes, pero que, arquitectónicamente, ocultan tras ese decorado, anodinos edificios, naves de instalaciones e infinitas playas de aparcamiento.
Sin embargo, el caso de Las Vegas es hasta cierto punto justificable, porque la ciudad de Nevada tiene apenas siete u ocho décadas de historia y, casi desde su refundación en los años 30 del siglo pasado, se concibió económica y urbanísticamente, como un casino descomunal. Es una máquina para el turismo y responde a necesidades que satisfagan al visitante.
Pero claro, como Las Vegas es un éxito económico y, desde que Disneyland se inauguró en 1955, los parques temáticos también lo son, los ayuntamientos de ciudades de todo el mundo han visto una gallina de huevos de oro que piensan explotar sin darse cuenta de que esos huevos solo son cáscara.
Piensen en la Ciudad de las Artes
Foto: Fernando Villar
Piensen en la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia. Un colosal complejo en el centro del cauce del Turia concebido solo como fachada. Se puede visitar y experimentar, y eso es un reclamo económico, pero hay cientos, miles de turistas que solo visitan Valencia para ver esos edificios desde fuera. Solo les interesa la fachada. El fulgor. Son construcciones espectaculares en la definición etimológica del término: responden a un sentido del espectáculo y solo al sentido del espectáculo. Sin nada dentro. Sin permanencia ni durabilidad conceptual.
El caso de Valencia se puede acotar más o menos, pero Barcelona, tras las grandes operaciones que se realizaron con motivo de los Juegos Olímpicos de 1992, se ha convertido en una suerte de tetas de silicona gigantes. Por un lado, es innegablemente beneficioso que la ciudad haya vuelto a mirar al mar o que barrios degradados estén limpios, cómodos y accesibles. Lo perverso es que todo el centro, desde el Eixample hasta la Barceloneta pasando por el Barri Gòtic, se ha vuelto tan limpio que es falso.
Los mercados de abastos son teatros para el comprador ocasional, lugares para tomar un brunch o hacer afterwork, donde no huele a pescado ni hay sal por los suelos. Las plazas son espacios para que cientos de turistas con cientos de cámaras tomen la misma foto del mismo edificio singular cientos de veces cada día. Se diría que Barcelona, como ente urbanístico y arquitectónico, se ha vuelto el atrezo de un vídeo de Shakira.
La gentrificación, un problema añadido
Todo el mundo es feliz, todo el mundo sonríe, todo es voluptuoso y alegre. Y no, claro. Por un lado porque la disneyficación trae consigo la gentrificación y los precios de los alquileres expulsan a los residentes de sus propios barrios. Y por otro, porque estamos tapando lo que no queremos ver, pero que no deja de existir.
Piensen en el centro de Madrid y en cómo han desaparecido los bancos y los asientos de la calle y cómo cada borde de cada fuente, de cada alcorque y de cada portal de una oficina bancaria se ha llenado de eso que se denomina eufemísticamente como «elementos disuasorios», pero como no son más que pinchos de acero y bolardos. Porque la ciudad quiere dar una imagen de belleza y felicidad y los mendigos y los sin techo nos afean mucho el decorado. Pero sacarlos del centro no los hace desaparecer, solo los desplaza, creando aún más desigualdad entre las distintas zonas y barrios de la capital.
No estamos hablando de recuperar una imagen romántica de ciudad antigua ni de bares canallas ni de «el sabor auténtico». Las ciudades no son anuncios de Marlboro. Pero tampoco deberían convertirse solo en anuncios. Ámsterdam es célebre, entre otras cosas, por su barrio rojo. Ahora, la disneyficación ha convertido ese barrio rojo en el decorado de un barrio rojo. Aparecen los escaparates con las chicas y los bares están abiertos y la gente pasea por sus calles como el que pasea por la calle central de Port Aventura.
Sin embargo, y desgraciadamente, la prostitución suele venir aparejada a una complicado conjunto de fenómenos muy poco saludables: delincuencia, proxenetismo, extorsión, tráfico de drogas y de personas. Cuando la capital de Holanda deja solo la fachada de los prostíbulos no solo da una imagen dulcificada e irreal de lo que, por regla general, significan, sino que tan solo desplaza todo el problema de lugar. No lo elimina.
Porque los problemas sociales de las grandes urbes no se solucionan maquillando sus fachadas y metiendo la suciedad debajo de alfombras de cartón piedra. Los problemas sociales se solucionan con medidas reales, no con tramoyas. Una operación tan importante como la de la nueva Plaza de España de Madrid tiene que servir tanto a los residentes como a los turistas, no puede ser solo un dispositivo de recaudación comercial.
Tiene que funcionar también como eso, pero no puede ser solo eso. Porque si seguimos viendo a nuestras ciudades solo como atracciones económicas, acabamos pensando que lo que no nos de dinero no debería existir. Y esa persona sin techo existe. Está sucia y duerme donde buenamente puede, pero es tan real como el decorado que la oculta.
Por: Pedro Toriijos
Publicado originalmente en: http://www.eleconomista.es/construccion-inmobiliario/noticias/8167233/02/17/Disneyficacion-o-por-que-el-turismo-esta-convirtiendo-nuestras-ciudades-en-parques-tematicos.html