Armas a discreción

Me cuentan —no me consta— que en EE.UU. hay un programa en internet donde el usuario puede comprar muy barata una casa virtual y bajarla a su sitio, también virtual.

Una casa de cualquier tipo, desde las que vimos en Lo que el viento se llevó —de un aristócrata esclavista—, hasta las de madera de los ricos en California, que describe Steinbeck en Al este del paraíso. También, si se trata de jugar, una cabaña de troncos de pino, como en la que dicen que nació Lincoln. Cuestan poco, digamos 50 centavos de dólar. Después puede llenarla: muebles, baños, cocina y hasta cuarto de San Alejo. Puede comprar nevera, ir al mercado y llenarla de comida chatarra o alimentos orgánicos que cuestan el triple, incluso en dólares virtuales. Todo suma y todo depende de sus gustos o apetencias: mármol de Carrara o piso de tierra. Muebles de medio pelo o de pelo entero. Variedad de colores y marcas.

Si tiene garaje, “comprar” un Ferrari o un Cadillac. Si es generoso o aventurero, puede adquirir un bebé, una mamá, un abuelo, una tía, un chofer y guardaespaldas para que le manejen las armas que también venden. Sobra decir que se puede conseguir un AK-47 para su uso personal. Usted puede, o más bien debe, invitar a un amigo y mostrarle lo adquirido porque, si no, ¿para qué lo compra? El amigo, claro está, tiene una casa igual, o mejor, lo que se vuelve una tragedia, una carrera infinita y amarga, porque además, usted vive en un apartamento apestoso a gas, ruidoso, sucio, en un barrio pobre de una ciudad horrorosa, como puede ser Saint Louis, Missouri. La competencia por el consumo, aunque sea virtual, le taladra el cerebro, amargándole la vida, impidiéndole salir de internet y creándole un mundo de fantasía que riñe con la realidad diaria: tomar el metro en silencio, sentarse en un escritorio desde donde nada exterior se puede ver para evitar que usted aparte la vista del computador, en el que solo ve lo que debe ver. De ahí no se mueve; ahí obedece porque si no lo hace, lo botan del empleo y eso significa quedar en una base de datos —o lista negra—, no poder pagar las tarjetas de crédito y perder la seguridad social de la familia en un medio en el que todos andan enfermos. En una palabra: ser un paria. A usted lo pueden botar porque sí. O mejor, porque lo ha autorizado al firmar el contrato de trabajo. Si eso sucede, usted puede comprar con los ahorros que haya podido robarle a la compra de lo virtual, un arma de verdad y salir a matar. A matar, porque la pena de muerte no está prohibida en EE.UU.: hay 25.000 muertos anuales por armas de fuego, que se consiguen libremente porque la tenebrosa National Rifle Association considera ese derecho garantía de la libertad personal.

La norteamericana es una sociedad encerrada en el consumo, la competencia y el miedo, ecuación que reproduce la muerte como algo diario. Las películas que pasan en televisión y que nos imponen por la ley de la libre competencia hacen de la muerte el eje de todo argumento, de toda mirada, de todo programa, incluidos los infantiles. Se mata como tomarse una coca cola. Todo parece suceder allá lejos como sus guerras crueles e injustas: Vietnam, Afganistán. No queda pues difícil explicarse la última matanza, en la escuela primaria de Connecticut, ni las otras: Milwaukee, Wisconsin, en el cine de Denver, en la Universidad de Oklahoma, en el Hospital Psiquiátrico de Pittsburgh. O la más grande —no la más cruel—, en la Universidad de Virginia Tech, donde murieron 32 personas. Se mata gente como si fueran moscas. Niños, viejos, mujeres, maestros, padres, ciudadanos que pasan. Dan ganas de vomitar sobre una cultura que se impone a la fuerza como el modelo de sociedad humana.

Punto aparte. ¿Habrán notado que ahora para llamar de un Comcel o Claro, uno debe hacer dos llamadas porque en la primera, aunque contestan, no oyen a quien llama y paga, claro es?

 
Por: Alfredo Molano Bravo, Publicado en  El Espectador

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