Rafael Correa, autor del Quijote

En su sabatina 416, transmitida desde Riobamba, Rafael Correa dijo que la CIA estaba infiltrada en la marcha del 19 de marzo, tal como reportó la AFP. No, la agencia no mintió. El Presidente puede negarlo cuantas veces quiera y la Secom puede escribir un comunicado oficial para proclamar que no lo dijo. Pero lo dijo: “Hay infiltración de la CIA, etcétera, para desgastar a nuestro gobierno”. Palabra por palabra. Si persisten las dudas bastará con revisar el segmento correspondiente del video oficial. Se verá que lo dijo.

La rectitud de las palabras, la correspondencia entre los dichos y los hechos, es un valor importante en la vida corriente, en las relaciones sociales y en la política. Ser una persona de palabra es un imperativo ético pero también una necesidad práctica, porque las palabras son el único recurso de que disponemos para entendernos racionalmente y para convivir sin atropellarnos, para reconocer nuestros límites ante los otros. La política, que es el arte de ponernos de acuerdo, no puede existir ahí donde las palabras no valen nada. Y no valen nada cuando su valor depende de las necesidades políticas de quien tiene los medios para imponerlas, que es por lo visto el caso de Rafael Correa: un hombre sin palabra, un tipo sin límites. Debería dedicarse a otra cosa. A escribir el Quijote, por ejemplo.

Qué más da. El Presidente ha dicho cosas peores y las ha dicho sin pruebas. No pasa nada. Así son los caudillos bananeros: hablan-no-más. Sólo que en este caso particular, por alguna razón el Presidente juzgó que se le fue la lengua. Y retrocedió. Otra vez: qué más da. Con las personas que hablan-no-más ocurre que no importa lo que digan, así que pueden desdecirse cuanto quieran, da igual. Entonces, ¿dónde está el problema? No está, desde luego, en lo que Correa dijo, ni siquiera en las razones acaso inconfesables por las cuales se arrepintió. El problema está en el procedimiento mediante el cual culpa a otros por las cosas que él dice y pone en marcha un aparato institucional para ratificar esa culpa y certificar que lo dicho no ha sido dicho. El problema es que el correísmo ha hecho de la negación de la realidad un expediente administrativo con fines de control social.

El comunicado de la Secom es delirante, con un delirio propio de la literatura fantástica. Muchos conocen la historia de Pierre Menard, un poeta francés apócrifo imaginado por Borges, que en pleno siglo XX emprendió la reescritura del Quijote, tarea ardua y compleja que no logró completar. Pues bien: la técnica que aplica la Secom para leer el discurso de Correa es la misma que desarrolla Menard para interpretar al Quijote. Borges la llama “técnica del anacronismo deliberado y las atribuciones erróneas”. Ejemplo: Cervantes empieza su novela con el lenguaje llano y directo propio de un español del siglo XVI: En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme… Menard, en cambio, con mucha mayor hondura conceptual y en un estilo afectado y arcaizante pero meticulosamente pulido, escribiría: En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme… La diferencia entre una frase y la otra, constata Borges, salta a la vista.

La Secom hace exactamente lo mismo, pero en versión de caricatura. En la sabatina 416, a propósito de las marchas del día 19, dijo Rafael Correa en un arrebato de indignación: Hay infiltración de la CIA, etcétera, para desgastar a nuestro gobierno. Así lo consignó AFP. Mentira. Con una comprensión mucho más clara de “las referencias expresadas en el discurso político” y una visión más profunda de los contextos históricos en juego (visión que AFP omite, de ahí su error), la Secom reproduce en su contenido cabal las verdaderas palabras del Presidente. Fueron estas: Hay infiltración de la CIA, etcétera, para desgastar a nuestro gobierno. La diferencia es tan evidente que la Secom no precisa de más argumento que esta simple transcripción para concluir de forma inapelable: “Esto demuestra que el Presidente de la República hacía alusión a que en algunas ocasiones, la CIA se ha infiltrado en sectores de la derecha política del país”. En algunas ocasiones, no ahora. Para corroborarlo cita los Wikileaks y el libro de Philip Agee.

Podemos volver sobre el video oficial de la sabatina 416 y repasar los diez o doce minutos previos al segmento en cuestión; podemos incluso, si los ánimos sufridores nos asisten, aguantar las cuatro horas completas del programa; veremos que el Presidente ni está hablando de la CIA, ni se acuerda de los Wikileaks, ni de lejos alude al libro de Agee y no se refiere a otro tiempo histórico que no sea el suyo: la infiltración de la que habla es “para desgastar a nuestro gobierno”. No al gobierno de Carlos Julio Arosemena o cualquier otro. Eso es “anacronismo deliberado”. Hay también “atribuciones erróneas”: aunque el único, obsesivo tema de Correa en su sabatina es el 19M, para la Secom ese no es el tema; es apenas el contexto. Las palabras del Presidente han de entenderse, dice, como “el contexto de mostrar al país la violencia producida por ciertos actores políticos, acompañado de la exposición de imágenes”. Si ese es el contexto, ¿cuál es entonces el tema? No puede ser otro que la maldad innata de la CIA, ese sí es el tema verdadero. Salvo que Correa no lo toca. AFP tenía que adivinar. Retorcido expediente semiológico el de la Secom, acaso inspirado en los prometeos que rumian en sus pagos.

Casi da para reírse de buena voluntad, como se reirá con el cuento de Borges el lector que sepa desentrañar sus referencias eruditas. Pero mientras lo de Borges es una genial tomadura de pelo, lo de la Secom va en serio: no se puede negar la realidad y ejercer control sobre el lenguaje si no se entra pateando al perro, y en eso la Secom es experta. Entra a saco en el despacho de AFP, le cae a patadas al perro y termina meándose en la alfombra. Si el Presidente tuvo la jeta de decir, en Guayaquil, que “la agencia mintió”, el comunicado de la Secom arranca hablando de sus “tendenciosas imprecisiones”, la acusa de “haber mentido y distorsionado la verdad conscientemente haciendo una interpretación ligera, descontextualizada y tendenciosa, tergiversando las declaraciones del Primer Mandatario”. Sugiere falta de “coherencia y profesionalismo” y exige “las debidas correcciones”.

Irrespetuosa maquinita tecnocrática revestida de un aura de superioridad moral y de presunto saber científico en sus actividades de intendencia, el aparato de propaganda y control de la información es un eficaz sistema administrativo para la distorsión de la realidad y la manipulación del lenguaje. Y actúa a la brava. Es el mismo procedimiento, el mismo espíritu, la misma actitud que encontramos en cada uno de los casos que han pasado por los engranajes de la maquinita (Bonil, El Universo, La Hora, Extra…) y casi en cada reclamo, en cada pedido de rectificación o de réplica, en cada carta que se dirige a los medios. Siempre queda claro que las palabras significan lo que el Estado quiere que signifiquen. Ya lo dijo Lewis Carroll:

–Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos.

–La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

–La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso es todo.

La rectitud de las palabras, la correspondencia entre los dichos y los hechos, es un valor importante en la vida corriente, en las relaciones sociales y en la política. Ser una persona de palabra es un imperativo ético pero también una necesidad práctica, porque las palabras son el único recurso de que disponemos para entendernos racionalmente y para convivir sin atropellarnos, para reconocer nuestros límites ante los otros. La política, que es el arte de ponernos de acuerdo, no puede existir ahí donde las palabras no valen nada. Y no valen nada cuando su valor depende de las necesidades políticas de quien tiene los medios para imponerlas, que es por lo visto el caso de Rafael Correa: un hombre sin palabra, un tipo sin límites. Debería dedicarse a otra cosa. A escribir el Quijote, por ejemplo.

Autor: Roberto Aguilar
 

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