El nudo de la guerra

 

Después de la Independencia, los terratenientes cargaron contra ellos hasta casi extinguirlos. En los años 20 del pasado siglo el indio Quintín Lame desató la lucha por el territorio ancestral. Levantó a los indígenas del norte de Cauca, del sur de Tolima y el norte de Huila. Lo derrotaron, pero en esa cuna nacieron las Farc.

 
Entre los años 60 y 90, los indígenas se unieron a las luchas de la ANUC: invadieron predios perdidos, expulsaron curas, desterraron gamonales y enterraron el terraje —pago a los terratenientes con parte de las cosechas—. Así nació en 1971 el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC). Sus peleas se mantienen vigentes. Tras el asesinato del padre Álvaro Ulcué Chocué en 1984, surgió la guerrilla indígena del Quintín Lame contra el naciente paramilitarismo, y las imposiciones de las Farc y el Ejército sobre el pueblo nasa. Dejó sus armas unos días antes de la Constitución del 91, que reconoció el derecho de los indígenas a sus territorios, autoridades y cultura. El resguardo fue definido entonces como “propiedad privada colectiva”. Por eso los cabildos consideran una violación al derecho de propiedad privada los cuarteles en el territorio nasa. En el mismo año fue ratificado por la Ley 21 el Convenio 169 de la OIT, que estableció, entre otras, la consulta previa para realizar obras que afecten la cultura indígena, como el establecimiento de bases militares. A fines del 91, la Policía masacró a 20 de los 100 indígenas que ocupaban la hacienda del Nilo, hecho nunca completamente reparado por el Estado y que ha dado lugar a una cadena de reclamaciones indígenas.
 
Las Farc aparecen en Cauca a raíz de la ocupación de las repúblicas independientes a mediados de los 60 y desde entonces los enfrentamientos con el Ejército son permanentes y sangrientos, y ponen entre los dos fuegos al pueblo nasa. La Fuerza Pública ha ocupado cabeceras municipales, construido cuarteles y controlado caminos; la guerrilla acecha constantemente. Al bombardeo de la Fuerza Aérea la guerrilla responde minando caminos; ante la construcción de trincheras y búnkeres, las Farc perfeccionan sus mortíferos ‘tatucos’. Las balaceras han hecho del norte de Cauca un campo de batalla que, para los indios, es una invasión territorial. Esa guerra —gritan— no es nuestra. Es el punto crucial del enfrentamiento entre indígenas, Gobierno y guerrillas. Los indígenas se basan en la jurisdicción especial reconocida por la ley, ley que también reconoce la función de la Fuerza Pública. La guerrilla ignora ambos derechos.
 
Los gobiernos han tratado de atraer a los indígenas con una doble y perversa estrategia, que ha fracasado. Por un lado, da plata para proyectos que terminan financiando clientelas políticas afectas al Gobierno; por otro, reprime las manifestaciones que denuncien atropellos cometidos por las fuerzas del orden o el incumplimiento de los acuerdos. No es secundaria la construcción de cuarteles en cascos urbanos para provocar ataques de la guerrilla, como lo demostró hace un año la chiva bomba en Toribío, que dejó tres muertos y 400 casas afectadas. Las Farc se benefician de los cultivos de coca, reclutan indígenas y se mueven en zonas pobladas. El Ejército toma la guerra en Cauca como una espada de honor, pero también como una trinchera para disparar cargas políticas de profundidad contra el Gobierno, coreado por la oposición del Puro Centro.
 
Santos puede ceder al chantaje de la mano negra y ensangrentar el Cauca. O entender que la rebelión indígena da oportunidad para que los cabildos medien entre Ejército y guerrilla. No dudo que este es el principal objetivo de los indios de Cauca: una propuesta facilitadora para salir de la encrucijada bélica en que estamos desde hace 50 años. Las cosas se desamarran por donde se amarran: por Cauca, el nudo de la guerra.
 
Por Alfredo Molano, El Espectador

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