‘Negros en los campos nazis’
Un libro que recoge testimonios sobre los no judíos recluidos en los campos de concentración.
—Es como si durante toda tu vida te van diciendo: esta es la verdad, esto es lo que ha pasado, y en un momento dado lees un libro y de repente te das cuenta de que no es así.
Hereros sobrevivientes del genocidio.
Descubres que en el colegio y la universidad sólo te han contado una parte de la historia. Entonces te haces preguntas: ¿por qué? ¿Por qué no me han explicado que en los campos nazis también había negros y gitanos? ¿Por qué esconder esta parte? Porque para mí era eso, esconder. Simplemente no se mencionaba ese tema.
El formato del libro es pequeño, un ejemplar de 7×4,5 pulgadas que no alcanza las doscientas páginas. Oumar Diallo —29 de enero de 1971, Sedhiou, Senegal— cuenta que hace tres años un amigo se lo regaló, que los hechos que narra zarandearon su conciencia. Lo cuenta con voz pausada, con gestos parsimoniosos, articulando palabras sazonadas con su acento.
—Creo que hay documentos y gente que ha tenido acceso a esos documentos. Si ese periodista ha podido encontrarlos es porque están ahí.
Ese periodista es Serge Bilé —26 de junio de 1960—, natural de Costa de Marfil, nacionalizado francés y afincado actualmente en Martinica. Bilé, escritor de libros que casi siempre generan polémica, cuenta cosas de la negritud: de cómo es ser negro en Francia, de cuando los negros tenían esclavos blancos, de los rumores sobre el sexo de los hombres negros, de cuando los negros estuvieron en los campos nazis, del racismo en el Vaticano. Negros en los campos nazis, originalmente escrito en francés, es un libro que recoge los testimonios de supervivientes, familiares y compañeros de africanos, antillanos, afro-alemanes y estadounidenses que fueron recluidos en los campos del nazismo por participar en la guerra, mostrar resistencia al régimen del Führer o, simplemente, por la pigmentación de su piel. Algunos historiadores —Joël Kotek, Tal Bruttmann, Odile Morisseau— señalaron el hallazgo de erratas y la falta de rigor científico en los datos aportados por Bilé. Argumentaron que el periodista se enfocaba en los crímenes coloniales, mientras que la cuestión de los negros en los campos nazis no ocupaba ni un tercio del libro.
“Cinco siglos de persecución son suficientes, no hay necesidad de exagerar una historia trágica”, sentenciaron. Dos días después —22 de marzo de 2005—, y utilizando el mismo medio empleado por los historiadores para exponer sus críticas, Bilé presentaba su alegato a los lectores del diario francés Le Monde. La investigación del periodista ofrece un dato que para los historiadores está fuera de lugar y para otros resulta revelador: los campos de concentración tuvieron un precedente que se remonta a la época de la Alemania dominada por la histeria hitleriana. Fue antes, fue mucho antes, en un lugar del sudoeste africano, en la actual Namibia, donde se sentaron los primeros cimientos del nazismo. Así lo destacó Bilé en su artículo: “Se olvidan de que el drama de los negros en estos campos de concentración tiene una historia diferente a la de los judíos. Por lo tanto, era importante seguir la cronología recordando el precedente de Namibia y todo lo que sucedió a continuación, hasta la Segunda Guerra Mundial”.
Las indagaciones de Bilé aseguran que fue antes, antes del mitin celebrado en Nuremberg (1935), cuando se dieron a conocer las leyes que institucionalizaron la ideología antisemita. Antes de que Ana Frank contara a su querida Kitty —su diario— cómo vivió su familia la llegada de una citación de la SS —organización militar de la Alemania nazi— dirigida a su hermana Margot. Antes de que en otoño, también de 1935, las leyes de Nuremberg se extendieran a negros y gitanos. Antes de que abriera sus puertas Dachau, el primer campo de concentración construido en el sur de Alemania, y mucho antes de que las fotografías de convoyes que transportaban hombres, mujeres y niños de origen judío en míseras condiciones consternaran al mundo.
Cuando desembarcaron en la costa de Namibia (1870), los colonos alemanes no tardaron en olisquear las riquezas minerales del subsuelo. Para garantizar la sumisión de los ovambos, los kavangos, los namas y los hereros —tribus que poblaban el país africano—, Heinrich Goering fue nombrado gobernador civil de la nueva colonia alemana. Goering dirigió, con mano férrea, la dinámica impuesta a partir de ese momento: esclavitud, ejecuciones, confiscación de tierras, desplazamientos. Los hereros, con Samuel Maharero a la cabeza, se revelaron contra la barbarie. Extendieron su misiva a otras tribus: “Mejor morir todos juntos en lugar de morir por malos tratos”. Un año después, el pueblo de pastores seguía esperando respuesta por parte de los demás clanes. El 11 de enero de 1904 los hereros resolvieron enfrentar un destino borroso: atacar un cuartel alemán. Alrededor de un centenar de colonos perdieron la vida en los enfrentamientos.
La indignación se apoderó del escuadrón germano y, en vista de que empezaban a perder poderío, los refuerzos no tardaron en llegar. Humillados, multiplicados en número, henchidos de rabia, con un nuevo comandante en jefe y una orden de exterminio, los alemanes atacaron. “La nación herero tiene que abandonar el país, y si no lo hace la obligaré por la fuerza. Todo herero que se encuentre dentro de territorio alemán, armado o desarmado, con o sin ganado, será fusilado. No se permitirá que permanezcan en el territorio mujeres o niños, y se les expulsará para que se unan a su pueblo o serán pasados por las armas”. El mensaje del emperador alemán advertía a los hereros quién mandaba ahora en sus tierras. El desquite, ejecutado por los hombres del general Von Trotha, fue mayúsculo, indiscriminado, sangriento. Sesenta mil hereros —el 80% de la población— perdieron la vida. Los sobrevivientes del que ha sido considerado el primer genocidio del siglo XX, fueron detenidos y trasladados a campos de concentración, término utilizado por primera vez, y de manera oficial, en un telegrama fechado el 14 de enero de 1905. Alambradas de púas, trabajos forzados, experimentos antropológicos, esterilizaciones para prevenir la “contaminación” de la raza alemana —algunos colonos abusaban de las mujeres africanas— y dos iniciales tatuadas: GH. G de Gefangener y H de herero, cuya traducción del alemán significa: “herero capturado”.
Cuando empezó a leer el libro, Oumar quiso saber si, aparte de la francesa, había una edición en español. Sentía la apremiante necesidad de recomendarlo a sus amigos españoles y latinoamericanos. El libro no había sido traducido.
—Pensé que traducirlo era una manera de contribuir a que otras personas tuvieran acceso a esta historia. Cuando me vino la idea estábamos en plena crisis económica. Lo intentamos con una plataforma de crowdfunding —financiación colectiva—, pero no dio resultado. Pensé que la única opción era utilizar recursos propios. Entonces me puse en contacto con la editorial que tenía los derechos del libro y también con el autor, y empezamos a desarrollar el proyecto a través de Wanafrica.
La mezcla entre blancos y negros estaba prohibida en las colonias de dominio alemán, pero las fuerzas de la naturaleza activaron sus resortes: algunos colonos formaron uniones mixtas con mujeres africanas y procrearon hijos que, por imposición de la ley, no debían llevar el apellido del padre. Antes de la Primera Guerra Mundial había en Berlín más de 1.500 afro-alemanes.
Tras su derrota en la Primera Guerra Mundial, Alemania fue despojada de sus colonias africanas. Los alemanes volvieron a sentirse degradados, vencidos por una armada francesa integrada por una notable cantidad de hombres negros. Empezaron a proliferar carteles y películas alertando sobre el peligro que atentaba contra la pureza de la raza germana. Imágenes en las que, de repente, aparecían negros que engullían niños alemanes, negros apetentes de sexo, capaces de atacar con salvaje desenfreno a las mujeres “arias”, negros que estaban diseminados por todas partes, negros que ya no eran bienvenidos. Irrumpió en el escenario político un hombre que amaba los animales casi tanto como detestaba a negros y judíos: Adolf Hitler. En un discurso pronunciado en Breslau (1932), la advertencia de Hitler fue clara y directa: “Los africanos y los judíos a los campos de concentración si no abandonan inmediatamente Alemania”.
Valaida Snow nació en Chattanooga, Tennessee, posiblemente el 2 de junio de 1904. Murió el 30 de mayo de 1956. Una joven precoz: con quince años recorría Estados Unidos como la flamante vocalista y trompetista de la Small Bands. Valaida cantaba y bailaba. Tocaba el saxofón y el clarinete, el violín y la mandolina, el arpa, el bajo y la trompeta, y puede que otro u otros instrumentos. Hija de músicos, negra, hermosa, de grandes ojos y carnosos labios, la Little Louis (pequeña Louis), así la llamaban. Dicen que, después de verla actuar, Louis Armstrong la bautizó como su versión femenina y diminuta, proclamándola segunda mejor trompetista del mundo, después de él. Valaida tenía una trompeta de oro, regalo de Guillermina-Elena-Paulina-María de Orange-Nassau, reina de los Países Bajos. Transcurría la primavera de 1940, la artista se encontraba de gira por Europa cuando los nazis la detuvieron en Dinamarca. Valaida fue arrestada, acusada de tráfico y consumo de drogas. Le quitaron todo: sus joyas, siete mil dólares en cheques de viaje, sus vestidos y también el obsequio de la reina holandesa. Dicen, eso dicen, que Valaida brilló como ninguna, que se paseaba en limosina, con uno o quizás dos macacos a los que había hecho teñir el pelo de color rosa y vestía siempre de impecable etiqueta. Atrás quedaron los tiempos de los clubes de París, de la camaradería con Josephine Baker, de Londres, Estocolmo, Ámsterdam, Copenhague —antes de ser alcanzada por los nazis—. Tiempos de caprichos volátiles, mucha morfina, lujos, excesos, tiempos de bohemia. Valaida regresó a Nueva York herida, por fuera y por dentro, como un animalito inerme que sobrevive al insistente ultraje de una bestia que lo escupe de puro hastío. Ella, que había recorrido mundo, que alternaba con reyes y grandes estrellas, era distinta, una versión abatida de la otra Valaida, la que no regresó. “He vuelto de la muerte”, sentenció después de ser liberada de la prisión danesa de Wester-Faengle. A su regreso buscó de nuevo el reconfortante abrazo del jazz, la música que la salvó.
La madre de Oumar bendijo su partida a España con la resignación de las madres que despiden a sus hijos con enunciados de última hora, sin dejar de agitar la mano, hasta que la silueta del vástago desaparece en la prolongación del camino. Le advirtió: “Lo importante es que tengas mujer, e hijos. ¡Sea aquí, allá o en el cielo!”. Han pasado veinte años, primero Vilassar de Mar, luego Mataró y finalmente Barcelona, su centro de operaciones y la ciudad en la que vive junto con su mujer y sus dos hijos. Durante meses, y con el propósito de dar a conocer la edición traducida de Negros en los campos nazis, Oumar y sus colaboradores han visitado librerías, asociaciones culturales y centros cívicos de diferentes puntos de Cataluña.
—Si una sola persona está dispuesta a asistir a una de las presentaciones de Negros en los campos nazis, nosotros estamos dispuestos a ir, porque esta persona lo hablará, lo comentará y seremos uno, dos, tres, cuatro… —marca el ritmo de cada número con los dedos de sus manos—. Seremos más los que sabremos que esto pasó. Estamos tratando de cerrar acuerdos con editoriales de Colombia, Venezuela y México. Queremos llegar a tanta gente como sea posible. Estamos dispuestos a renunciar a cualquier tipo de beneficio. Creemos que lo más importante es que la gente conozca esta historia… esta historia silenciada.
Por: Sorayda Peguero Isaac
Fuente: El Espectador