Cuando gritamos ¡justicia!
“Entonces, ¿qué gritamos cuando gritamos justicia? Es muy probable que varias personas en este país sientan que el problema terminará cuando haya un resultado concreto del Estado, sea que los normalistas aparezcan con vida, que los autores materiales e intelectuales del secuestro –si fuera así finalmente entendido- sean castigados, que incluso los normalistas aparezcan muertos –sin desear que así sea- para “saciar” la desesperación de su búsqueda, etc. En las manifestaciones, hemos estado partiendo de un básico “¡regrésame lo que me quitaste!” y también de un irónico “¡castígate, Estado!” –para lo que ha tenido que “sacrificar” a parte de la clase política. Pero, ¿aquí terminaría todo? ¿Con el entendimiento tradicional e individualizado de justicia de dar a cada quien lo que le corresponde?”
Este texto de René Rojas González es un espejo para que se refleje sobre la indignación y las movilizaciones en México -y más allá. Como es de esperar, se ven muchas indignaciones y muchos gestos y expresiones diversas. Pero también, en el reflejo, aparecen muchos espejos que desafían con interrogantes y más desafíos. Se nos devuelven los gritos y las exigencias reclamando sentidos, alcances, ámbitos del reclamo, de la rabia y del dolor, del compromiso. Va pasando en estas líneas la movilización desde las reacciones espontáneas y necesarias, hermosas y respetadas, al camino de caminos, al horizonte de horizontes a ese ¿de qué estamos hablando?, ¿para qué hacemos esto? ¿quienes somos nosotras y nosotros? y de allí, ¿quienes son ellas y ellos?, con énfasis en esa pregunta que abre las otras, ¿le exigimos justicia al Estado?, ¿a ese estado perverso, corrupto, establecido para el despojo? Vale y mucho la pena escuchar y asumir estas y más preguntas y que viajen a su modo en los espejos y en las movilizaciones, entre todas y todos, en las calles y en todas partes reclamando que nos cambie movilizarnos ante crímenes de Estado. Respondiendo, Caminamos Justicia!, y al hacerlo, nos cambia movilizarnos y preguntarnos porqué lo hacemos. Nos cambiamos movilizándonos y mirándonos al espejo de nuestros pasos y sentidos. Ojalá nos cambie, para que podamos cambiar lo que hace falta.
Siguen siendo 43 los desaparecidos. Que hayan encontrado un cadáver que corresponde al cuerpo de un normalista no quiere decir que él se haya quedado solo, que deja de ser con los demás y que ya no lo buscamos. Son 43 y un cadáver en el basurero que los hace más 43 que nunca! ¿O no?
¿COMO ASÍ? Pueblos en Camino
Cuando gritamos ¡justicia!*
Me rehúso a pensar que cada vez que gritamos ¡justicia!, estamos pensando todas y todos de la misma forma. Me niego a creer que esta exigencia significa lo mismo para las y los indignados de este país. Algo me dice que nuestro horizonte es, a ratos, el mismo y, a ratos, no. Sin embargo, también algo me dice que tenemos un sentimiento compartido, un nuestro sentimiento, que es de miedo, de rabia, de dolor, de coraje, de impotencia, de vergüenza, y claro, de exigir justicia. Pero, ¿qué, a quién y para qué pedimos justicia por los atroces hechos en Iguala contra los compañeros de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa?
Quiero fijarme en una de las consignas más sonadas en las marchas cada vez más nutridas: “ahora, ahora, se hace indispensable, presentación con vida y castigo a los culpables”. Parece estar claro qué es lo que pedimos: presentación con vida y castigo a los culpables. ¿A quién se lo pedimos? Al Estado. ¿Para qué lo pedimos y para qué se lo pedimos a él? Ésta es probablemente la gran pregunta, si queremos ponernos a pensar en nuestras acciones. Para ir respondiéndola, me atrevo a decir, primero, que lo que pedimos, lo pedimos porque tenemos una mínima base común de acuerdo: no toleramos el desaparecimiento de personas. Manifestar esta intolerancia está perfecto para comenzar, además es completamente legítima, como una manera de protegerse socialmente. Pero, ¿estamos pidiendo esto sólo porque nuestra exigencia de justicia quedará satisfecha una vez que los normalistas sean presentados con vida y que los culpables se les asigne una pena –en el caso de que así sea-?
En el momento que vivimos hoy, nuestra exigencia ha estado enfáticamente dirigida al Estado, porque –también me parece como una mínima base común de acuerdo- lo captamos de manera flagrante en el hecho y, por lo tanto, lo estamos responsabilizando de manera muy determinada: unos muchachos que viajaban a una marcha por el 2 de octubre al Distrito Federal fueron interceptados por la fuerza pública, la cual asesinó a tres y entregó a 43 a un grupo del narco. Esta fuerza pública forma parte de la organización social que llamamos Estado, lugar donde “decidimos” –¿quiénes?- colocar el uso de la violencia acorde con “los intereses de la nación”. No importa qué tipo de gobierno llegue a ocupar el Estado, si de izquierda o de derecha, la palanca de la represión siempre estará disponible.
Entonces, viene una siguiente pregunta: ¿para qué se dispuso de la palanca sobre los normalistas? Los estudiantes de Ayotzinapa resultaban incómodos –y lo han sido históricamente-, pero, ¿incómodos para quién? Más allá de la hipótesis de que interrumpirían un evento gubernamental en Iguala, lo cual habría motivado al presidente de este municipio a ejercer la fuerza pública contra ellos y en colusión con el narco, quienes se sienten incomodados no se sienten así sólo por un evento particular, sino por algo más profundo: se sienten agredidos en su normalidad, aquella normalidad de la lógica del negocio, donde presidencias municipales, como parte de la estructura de un Estado, son garantía legal e ilegal de que este país tenga un sinfín de letreros de “se vende”, sea para empresas transnacionales, sea para el narcotráfico. Dicho de otra forma, el Estado que hemos organizado y al que nos hemos “sometido voluntariamente”, ha sido una espacie de báculo sagrado que, una vez que algunos lo detentan, éstos pueden actuar a sus anchas para beneficio propio, a costa del resto de lo que seguimos llamando “nación”.
Sin embargo, le seguimos pidiendo justicia al Estado, ese Estado de leyes que operan a favor de la ganancia; que consagran que una persona puede pasar por encima de la otra; que hacen normal –es decir, como norma, como ley- que, quien no tenga cómo producir algo para su vida, deba enajenar su mano de obra con alguien que la aprovechará para obtener una mayor remuneración. Por supuesto, para aquellas y aquellos que no estén de acuerdo con seguir esta estructura, ahí está aquella palanca a disposición. Dicho esto, parece obligado preguntarnos si esto tiene un sentido de justicia. Queda claro que el Estado asegura que se haga negocio con este país, que se venda este país. Así se ha visto con las recientes reformas estructurales, emblema de que quienes manejan el Estado quieren su normalidad reforzada, estando la laboral, la educativa y la energética entre las que más han desatado controversia y activismo de resistencia.
Tenemos, del otro lado, quienes desde hace varias décadas no veían justicia en ese Estado. Ahí andaba la incomodidad ya desde hace tiempo. Y ha provenido de la no aceptación de esa normalidad de generaciones de estudiantes que se han preparado, con base en una educación crítica, como profesores de educación primaria para comunidades alejadas de las ciudades. Esto no es poca cosa, pues evidentemente se enmarca en una disputa por la educación: entre lograr que una niña o niño sea una inversión funcional a la lógica del negocio o que critique esta lógica e intente otra cosa socialmente. Dicho sea de paso, nada de esto es ajeno a los recientes acontecimientos con el Instituto Politécnico Nacional.
Entonces, ¿qué gritamos cuando gritamos justicia? Es muy probable que varias personas en este país sientan que el problema terminará cuando haya un resultado concreto del Estado, sea que los normalistas aparezcan con vida, que los autores materiales e intelectuales del secuestro –si fuera así finalmente entendido- sean castigados, que incluso los normalistas aparezcan muertos –sin desear que así sea- para “saciar” la desesperación de su búsqueda, etc. En las manifestaciones, hemos estado partiendo de un básico “¡regrésame lo que me quitaste!” y también de un irónico “¡castígate, Estado!” –para lo que ha tenido que “sacrificar” a parte de la clase política. Pero, ¿aquí terminaría todo? ¿Con el entendimiento tradicional e individualizado de justicia de dar a cada quien lo que le corresponde?
Hoy en día, seguimos entendiendo justicia para que la lógica del negocio siga intocable. Lo que nos han repetido hasta el cansancio como juicios imparciales, están muy lejos de serlo, porque están cargados hacia el favorecimiento de una normalidad. Seguramente, no estamos gritando lo mismo, y tampoco es deseable que así sea, pero parece urgente compartirnos otros entendimientos de justicia, antes de que nos alcance el discurso de la neutralidad desde y del reforzamiento del Estado, tanto para el caso de Ayotzinapa como para el resto de relaciones sociales que tejemos. ¿Cuáles justicias para este cúmulo de malestar, plagado de matanzas y desaparecimiento a opositores, fraudes electorales, reformas estructurales, despojo a comunidades, contaminación desenfrenada, narcotráfico, explotación cotidiana a trabajadores?
Tenemos grandes retos para nuestras protestas, las cuales, al no gritar lo mismo, tienden a ser cuasimodescas. No hay absolutamente nada de malo en ser un cuasimodo. La suma de “normales” no nos convierte en una suerte de desvío de la naturaleza. Nos organizamos con un ojo caído y otro alzado; con una pierna coja y otra torcida; con un brazo más largo y otro más corto; con una joroba prominente que, por su peso, tal vez nos da impulso, pero también nos coloca en riesgo de tropezar fácilmente. Sin embargo, el día de mañana, las partes de nuestro cuerpo pueden ser más gruesas o menos, más flexibles o menos, más sensibles o menos, más extendidas o menos. No somos una deformidad estática, somos una multiformidad dinámica, y mucho provecho podemos sacar de esto, defendiéndonos de que el Estado –presente o disfrazado- pretenda cortar alguna de nuestras extremidades.
Sigamos gritando, compartiendo y construyendo entre todas y todos, con altas y bajas, con consensos y disensos, otros entendimientos de justicia, que está en la lucha de todas y todos el liberarnos de los “encantos” de Notre Dame.
René Rojas González
rene.rojas.glez@gmail.com
Puebla, México
28 de noviembre de 2014
* Agradezco las atinadas observaciones de Luis Martínez Andrade.