La peligrosa digestión del acuerdo con los EEUU

Quiero hablarles de unas importantes negociaciones que, en la medida en que se concreten, pueden afectar de forma muy significativa a la alimentación de todas las personas que compartimos el Planeta Tierra como morada.

 
Desde julio del año pasado se están reuniendo representantes de la Unión Europea y de los Estados Unidos para firmar un tratado de libre comercio entre Bruselas y Washington. Según ambas partes, cerrar un gran acuerdo que genere más comercio entre ambas orillas será una oportunidad para el empleo y el crecimiento económico de dos economías en crisis. Aunque seguir insistiendo en el crecimiento como medida para superar la situación actual me parece un camino ya recorrido y erróneo, son los análisis que están haciendo organizaciones como Amigos de la Tierra, el Institute for Agriculture and Trade Policy y la fundación GRAIN lo que debe hacernos estar bien atentos al desarrollo de estas conversaciones. Las tres instituciones coinciden en destacar que, más allá de que se incrementen o no las relaciones comerciales,  el verdadero problema nacerá de la necesidad de armonizar las normativas sanitarias de los alimentos. Y sabiendo el peso que ambas potencias tienen en la materia, es sencillo entender que en estas mesas de negociación, expertos que saben más de comercio que de agricultura y alimentación están cimentando las bases de los estándares internacionales sobre lo qué comeremos.
 
Armonizar las normativas no es modificar aspectos puntuales del procesamiento de un alimento o aceptar un aditivo más o menos, sino que conlleva cambios de gran magnitud pues, como explica GRAIN, los enfoques de la UE y de los EEUU «son diametralmente opuestos. Mientras la Unión Europea practica la filosofía de  ‘de la granja al tenedor’, donde cada etapa del proceso es monitoreada y trazabilizada, el sistema estadounidense sólo verifica la sanidad del producto final. Mientras la Unión Europea suscribe plenamente ‘el principio de precaución’, el cual es parte de su constitución política, en Estados Unidos este principio no se tiene en cuenta y exige una  ‘evidencia científica’ que justifique cualquier restricción. En el área de los productos químicos que se incorporan a los alimentos procesados y a los envases, la brecha es aún mayor. La legislación de la UE pone el peso de la prueba en las empresas para demostrar que los productos químicos que usan son seguros. La estadounidense, en cambio, requiere que el gobierno pruebe que un producto químico es inseguro.»
 
Si la firma del acuerdo se hace ‘rebajando seguridad’ -sobre modelos que ya ahora generan recurrentemente alarmas alimentarias- en favor de objetivos comerciales dejemos sitio para más pesticidas en el campo, para pollos lavados con cloro en nuestros platos, para carnes de vacuno estimuladas con hormonas de crecimiento y para más cantidad de alimentos de origen transgénico aprobados con pruebas menos exigentes que las actuales. Además, solo sabremos con exactitud lo que comeremos cuando las empresas voluntariamente quieran identificarlo en su etiquetaje pues todos los avances conseguidos por la presión ciudadana para contar con información detallada desaparecerían al considerarse una ‘barrera comercial’.
 
Sin embargo, la preocupación mayor es otra. Si en la unificación de dos mercados que representan el 50% de la economía mundial se impone una normativa más laxa, ganará terreno una alimentación industrial y aquellas corporaciones que las practican, mientras que las agriculturas campesinas tendrán serias dificultades para resistir una competencia tan brutal. Así se ha demostrado en acuerdos comerciales similares en otros lugares. Entonces, una pregunta debemos hacernos, ¿queremos que nuestra alimentación dependa de una única opción?
 
Es poco inteligente pues la agricultura industrial en su corto recorrido de 50 años, además participar en acabar con la forma de vida de millones de personas dedicadas a la agricultura a pequeña escala, pueblos indígenas y campesinos que, aún en estos momentos y a pesar de haber sido desplazados, contaminados o privados de sus recursos productivos, son los responsables de la producción del 70% de los alimentos a nivel mundial, es responsable de minar  a velocidad de vértigo la fertilidad de los suelos y de reducir a muy escaso número las miles de variedades vegetales y animales que aseguran nuestra capacidad de adaptación al cambio climático. Sin perder de vista, finalmente, su absoluta dependencia de fertilizantes minerales, petróleo y regadíos intensivos que son bienes finitos, agotables, escasos.
 
La preocupación es clara: No a una negociación en favor de quienes negocian con la alimentación de la gente.
 
Autor: Gustavo Duch
 

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