Gobierno de Correa: Una casta de sordos desalmados

Así es el gobierno de Correa, aunque lo sigan negando los sectarios que quieren que sea de izquierda ¿Cómo así?
 
1. La razón tecnocrática no escucha razones…
 
Poblaciones rurales de la Sierra son obligadas a desechar sistemas de riego que han funcionado durante 300 años de manera eficiente y sin conflictos porque no coinciden con los mapas trazados por los hidrólogos de la Secretaría del Agua en sus escritorios. Jóvenes aspirantes a universitarios que aprobaron el examen de admisión en Quito reciben de pronto su cupo para estudiar en la provincia de El Oro porque así lo exige la planificación administrativa de la Senescyt. Comunidades de selva tropical, por ejemplo en Pañacocha, son invitadas a trasladarse a multifamiliares de material prefabricado y pinta de club campestre para burócratas porque así conviene a las necesidades de centralización de los servicios públicos. Pequeños emprendedores que dependen de materias primas importadas para la fabricación de sus productos descubren que les resultaría menos desalentador y más rentable dedicarse ellos mismos a su importación y cambiar la producción por el comercio…

 
 
El correísmo nos ha traído una nueva casta de funcionarios públicos capaces de explicar y defender estos y otros desaguisados en nombre de las políticas de Estado, las metodologías de la Senplades y el credo del buen vivir. Hablarán de lineamientos estratégicos, de criterios de sectorialidad, de fortalecimiento selectivo de núcleos poblacionales específicos en concordancia con las políticas de territorialidad, y medirán su propia eficiencia en esos términos. Y con esas mismas palabras se dirigirán a las personas afectadas, desde la encumbrada superioridad que les confieren sus conocimientos técnicos y su moral revolucionaria, y les explicarán sin ningún género de duda qué decisiones son las que a ellas les convienen. Y las enterrarán con razones irrebatibles para convencerlas de que tienen que cambiar de lugar de residencia, cambiar de ocupación, cambiar de vida, dejar de hacer lo que han venido haciendo por generaciones porque todo eso está muy mal, porque no se ajusta a los parámetros sacrosantos del Sumak Kawsay, porque ahora vivimos en un Estado de derechos y ellas no entienden nada. Y como en efecto las personas afectadas no les entenderán nada, porque los lineamientos estratégicos, los criterios de sectorialidad, el fortalecimiento selectivo de núcleos poblacionales específicos en concordancia con las políticas de territorialidad y tantas otras maravillas son, simplemente, incomprensibles, y no parecen pertenecer siquiera a la lengua castellana (o peor, quichua) que les enseñaron sus mayores, serán incapaces de toda réplica. Acaso se sentirán muy ignorantes. Y les dará vergüenza. Y se someterán.
 
Entre el Estado tecnocrático y la gente hay un abismo. Un abismo que es, en primer lugar, de lenguaje, y tiene que ver con la distancia sicológica que impone a los tecnócratas su propia jerga, una jerga que los aleja de la gente, los encumbra y los protege. Los protege, sí, porque con el lenguaje tecnocrático pueden sentir perfectamente que no asumen una responsabilidad propia, sino que aplican los criterios que otros resolvieron. Como diría Juan José Millás, el tecnócrata no habla: es hablado. Y sus decisiones ya fueron decididas por otro. Si los ingenieros de la Secretaría del Agua tuvieran la sensibilidad para sentarse a conversar llana y directamente con los campesinos sobre sus formas de riego, deberían tomar sus problemas como propios y no tendrían más remedio que escucharlos. Pero perderían todo su poder, que proviene precisamente de haber despojado a la gente de su propio lenguaje; su poder, que reside en su incapacidad de escuchar. Eso es la tecnocracia correísta que nos gobierna: una casta de sordos desprovistos de alma. Cuando esto haya terminado, ¿qué tendremos que hacer con todos ellos?
 
2. La pesadilla del tecnócrata correísta
 
Paulina Quinga, periodista de Radio Estéreo Cumandá, vive en el Coca y le inquieta la suerte del hospital de su ciudad, el Francisco de Orellana, que parece conocer muy bien. Desde su inauguración, en septiembre de 2013, ha visto con preocupación cómo sus modernos equipos e instalaciones permanecen subutilizados o son insuficientes. O directamente están fuera de servicio. Dice que el tomógrafo tardó 15 meses en ponerse a funcionar y el mamógrafo aún no lo ha hecho. Le consta que varios médicos y enfermeras se han ido. Y que faltan camas. El martes pasado tuvo la oportunidad de contárselo todo al Presidente de la República en una rueda de prensa que éste ofreció en la sede del Seguro Social de Coca. Y le planteó una sencilla pregunta: “¿Cómo lograr que estos servicios se vayan optimizando?”. No se imaginó que recibiría una cátedra de tecnocracia y propaganda destinada no a responderle, sino a hacerle caer en cuenta de su error, a convencerle de que todo eso que ella ha visto y ha palpado como periodista y vecina del Coca es mentira. Porque “Todo esto está planificado”. Porque vivimos en un Estado de derechos. Porque el Sumak Kawsay tal cosa. Porque usted no entiende nada. Lo hicieron (entre el Presidente, la ministra de Salud y algún coordinador regional de esa cartera) con tanta naturalidad que ni siquiera sonaron ofensivos.
 
“Ese hospital es nuevo y es uno de los más modernos del país, tiene un gran equipo de laboratorio, tiene un gran equipo informático, ahí empezó el plan piloto de la informatización de los hospitales”, dijo el Presidente ante la pregunta de Paulina Quinga. “No conozco los detalles, aquí está nuestra ministra de Salud”. Carina Vance, con el terror en su mirada (porque la relación entre el Presidente y sus ministros no es de confianza, sino de miedo) se puso a enumerar todas las cosas buenas del hospital Francisco de Orellana. Pasó por alto la historia del tomógrafo, la del mamógrafo y la fuga de los médicos. Y dijo que el índice de ocupación de camas es del 81 por ciento, cuatro puntos por debajo de la media recomendable. Volvió a tomar la palabra el Presidente para decir que la media recomendable no le parece nada bien. Vance le explicó que siempre hay que dejar un porcentaje de camas sin usar por temas de rotación de enfermos y en caso de emergencia. “No estoy muy de acuerdo con eso, Carina, porque los pobres no pueden arriesgarse a estar subutilizando recursos para-el-caso-de”, pontificó Correa: “No: en-el-caso-de, tenemos que ser más creativos para utilizar el máximo de los recursos”. Y ahí estaban los dos, ante los asombrados ojos de Paulina Quinga, a quien le consta que en el hospital faltan camas, ahí estaban argumentando con razones tecnocráticas por qué tienen o no tienen que sobrar tantas camas en el hospital. Para Correa, sobran muchas. Y cuando las cámaras de El Ciudadano volvieron a enfocarla, Paulina Quinga estaba achicopalada, la cabeza hundida entre los hombros, asintiendo levemente con la cabeza, quizás avergonzada, a todas luces sometida. ¿Entendiste? So-bran-ca-mas.
 
Para ratificar su victoria volvió Carina Vance a la carga con un aluvión de propaganda evidentemente destinado a ganar un punto frente al jefe. Mientras hablaba miraba de reojo al Presidente, agachando la cabeza, como chequeando el efecto que producen sus palabras: que las grandes inversiones del Gobierno en infraestructura hospitalaria en Coca, en Sucúa, en Yantzaza, en Lago Agrio…; que la incorporación de 1.200 profesionales de la salud que habían emigrado al extranjero y han vuelto para servir en los hospitales de la Amazonía con el programa Ecuador saludable voy por ti; que la reconstrucción del hospital del Coca, que “se caía a pedazos” y hoy ofrece condiciones para el trabajo de especialistas… Hasta ahí llegó la paciencia de Paulina Quinga. Ella vive ahí, ha visto cómo los especialistas han abandonado el hospital, los conoce, sabe cómo se llaman, sabe a dónde fueron. Mientras la ministra hablaba y hablaba, ella insistió en voz baja con el Presidente: doce médicos se han ido, le dijo. “Doce médicos ya no están”, interrumpió Correa. Y la ministra, tragando ostensiblemente la saliva pero sin perder la compostura, eficientísima: “No tengo esa información. Hemos incrementado el talento humano”. Nuevo intercambio de razones, durante el cual el Presidente no le dejó terminar ninguna frase a la ministra. Finalmente tuvieron que llamar a un coordinador provincial, que es el que sabe: ¿Es cierto que se han ido doce médicos?, volvió a preguntar el Presidente. “Tal vez uno que otro que no haya tenido un adecuado rendimiento”, admitió el coordinador. Paulina Quinga, empoderada, pregunta por qué si tuvieron bajo rendimiento ahora están en el hospital de Tena. Y nombra un caso: el doctor Encarnación. “¿Qué pasó con la doctora Encarnación? ¿La conoce usted?”, traslada el Presidente a quemarropa. Evidentemente, el coordinador no la conoce: “Si son médicos del programa Ecuador saludable voy por ti, ellos pueden elegir las plazas donde tengamos necesidad de especialistas, señor Presidente”, responde mientras la ministra quizás busca dónde meterse. “Pero la cantidad de profesionales de la salud del hospital del Coca, que es lo importante, ¿ha disminuido?”, insiste Correa… A estas alturas el terror ya puede haberse apoderado, por contagio, no sólo de la ministra y el coordinador, sino de todos los tecnócratas presentes que demasiado bien saben que el Presidente no tiene reparo en trapear el piso con ellos públicamente si considera que le asisten las razones para hacerlo. Así que, ¿ha disminuido?… El coordinador, que por lo visto no puede identificar a los médicos ni sabe a ciencia cierta a qué programa pertenecen, se aploma y responde: “No”. “Qué alivio, gracias”, cierra el Presidente. Y todos respiran. ¿Y el mamógrafo? Bien, gracias.
 
El único, triste, insuficiente consuelo que nos queda es que la ministra Carina Vance parece estar más sometida que Paulina Quinga. Así es la tecnocracia del correísmo: una casta de sordos desalmados muertos de miedo.
 
 
Autor: Roberto Aguilar en Propaganda oficial, publicado el 8 febrero de 2015.
 
 
 

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